No muy lejos de allí, el sol brillaba sobre la amplia cima de una colina,
calentando el temprano aire otoñal e inspirando un coro vibrante de cigarras en la ciénaga y cantos de pájaros en los árboles cercanos. Polillas y abejorros serpenteaban y zumbaban, dibujando patrones invisibles entre las flores.
La sombra de un enorme castillo se extendía sobre la cara de la colina, su contorno resultaba borroso mientras el viento trazaba ondas sobre el césped crecido.
Un chico corría por la sombra del castillo, dejando una estela laberíntica entre la hierba alta.
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— ¿Qué estás esperando? —gritó el
chico, Albus Potter, mirando a
su espalda.
—Estás fuera de los límites —chilló su hermano James
desde cierta distancia, ahuecando las
manos sobre la boca—. El campo terminó allá atrás, en esa roca grande, imbécil.
Ni
siquiera
puedes ver la
pelota bajo toda
esta
hierba.
— ¡Eso es parte del desafío! —respondió Albus a gritos, sonriendo
ampliamente—. ¿Estamos jugando al futbol mágico o qué?
—No
pasa nada —gritó la voz de una chica algo más lejos. James miró de reojo y vio a su prima de cabello negro azabache, Lucy, agachada delante de una hilera
de árboles jóvenes, deslizándose lentamente de lado—. La meta se ha alejado de él.
Estoy intentando mantenerla bajo control, pero es todo un desafío. ¡Oh, ahí viene
de nuevo! —Desde luego, los arbolillos que formaban la portería tras ella
parecían desplazarse de lado a través de la hierba, caminando sobre sus
raíces
como calamares
de madera muy altos. Lucy trabajaba en mantenerlos
vigilados mientras al mismo tiempo
mantenía un ojo en Albus.
— ¡Estoy solo,
Al! —llamó Ralph Deedle,
buscando la atención de su
amigo y compañero Slytherin. Ondeaba las manos servicialmente. Albus
asintió con la cabeza, se giró,
y pateó algo en medio de
la hierba.
Un balón de fútbol
gastado apareció momentáneamente mientras trazaba un
arco a través del aire. Ralph se
preparó para atrapar la
pelota, pero ésta nunca llegó hasta él. En
vez
de eso, danzó
misteriosamente
a la luz del sol y se alejó girando.
— ¡Eeeh! —gritaron
Albus
y Ralph al unísono, mirando en la dirección
en la que volaba la pelota. Cayó a tierra cerca de los pies
de una chica pelirroja, que corrió a hacerse
con
ella, ondeando su varita.
—
¿Estamos jugando al futbol mágico o qué? —aulló ella, pateando
la pelota hacia el lado opuesto de la colina.
—
¡Rose! —Gritó James, corriendo para alcanzar a su prima—. ¡A tu espalda! ¡Es Ted!
Rose se agachó mientras
de repente una nube de polillas
azules se lanzaba
volando sobre ella, conjurada desde el extremo de la varita de Ted Lupin. Él
aulló mientras
pasaba corriendo, apuntando
el pie hacia la pelota, pero ella fue más rápida con su propia varita. Con un movimiento de muñeca y un destello, trasfiguró una hoja muerta en una cáscara de plátano. Un instante después, el pie de Ted
Lupin aterrizó en la cáscara
y patinó, aterrizando en el suelo.
—
¡Buenos reflejos, Rosie! —bramó Ron Weasley desde donde estaba, por el
|
momento a un costado del campo—. ¡Ahora tráela a zona protegida! ¡James está sólo! ¡Su guardián todavía está envuelto en ese maleficio de cosquillas! ¡Apunta
bajo!
Rose desnudó los dientes sombría y pateó la
pelota hacia James, quien la atrapó
con
facilidad y comenzó a maniobrar hacia el afloramiento de rocas que actualmente servía de portería a su equipo. De pie ante la meta, George Weasley, que estaba notoriamente atacado por las cosquillas, luchaba por prestar atención
mientras una enorme pluma blanca revoloteaba a
su
alrededor, rozándole
ocasionalmente y
haciéndole
convulsionarse de
risa.
James estaba a punto de disparar a la meta cuando una
voz gritó junto a su
oído.
— ¡Aaah! ¡A por la pelota! ¡Le tengo! —Cayeron unas sombras sobre él
y unas manos le agarraron el cabello y la capa. James intentó espantarlos sin mirar, pero no sirvió de nada. Sus primos más jóvenes, los gemelos Harold y Jules, le rodeaban con escobas
de
juguete, agarrándole
y
abriendo
y
cerrando los dientes
como pirañas aerotransportadas. James levantó la mirada hacia ellos con exasperación, tropezó con
sus
propios pies, y cayó a la hierba
como un saco de
ladrillos. Harold
y Jules se miraron el uno al otro por un
momento y se zambulleron en la hierba para
continuar con su ataque. El balón rodó hasta detenerse cerca mientras George se adelantaba
corriendo para
patearlo.
—¡Barricado! —gritó James, agitando las manos mientras Harold le agarraba dos
puñados de cabello.
De repente una diminuta pared de ladrillo hizo erupción
en el
suelo, junto a la pelota,
una fracción de segundo
antes de que el pie de
George
Weasley entrara en contacto con
ella. La pelota no llegó al pie del tío de James; de inmediato golpeó la diminuta pared, y salió disparada por el aire, formando un arco alto sobre la
cabeza de George. Éste inclinó el cuello hacia atrás para observar.
Con
un golpe sordo,
la pelota botó entre las rocas tras él.
—¡Gol! —gritó James, lanzando ambas manos al aire.
—¡Trampa! —chillaron
Harold y Jules, cayendo de nuevo sobre James
y derribándole.
Rose
pasó corriendo
a James y George,
extendiendo la mano para coger el balón.
—La
primera regla
del
futbol mágico es que no hay
ninguna regla —recordó a
todo
el mundo, alzando la voz—. James marcó con un hechizo para crear
barricadas, y yo hice una asistencia con esa transfiguración cáscara de plátano. Eso
|
son cinco puntos más para el equipo Hipogrifo.
—¡¿Cinco puntos?! —Chilló Albus enfadado, trotando hasta detenerse cerca—.
¿Cómo has llegado
a ese tanteo?
—Un
punto por el gol —resopló Rose, haciendo votar la
pelota sobre su
palma derecha—, dos puntos por cada hechizo.
—Esos fueron hechizos
de un punto —arguyó Albus—. ¡Yo podría haberlos hecho
dormido!
—Entonces tal
vez
alguien debería lanzarte un
encantamiento siesta
—dijo James, librándose finalmente de sus
primos—. Tal vez jugarías mejor en tus sueños, ¿eh?
—Al
menos yo no necesito ninguna estúpida pared
en miniatura para
que meta goles por mí —se quejó Albus, sacando su varita—. ¡Tengo la alocada idea de meter los
goles con mis pies!
—Qué pena que los tengas demasiado ocupados
metidos
en tu
boca — contrarrestó James, obviamente
complacido
con su
réplica—. ¡Pero puedo ayudarte con eso!
Albus vio la
intención de
James un momento antes
de que ocurriera. Se
apresuró a alzar su propia varita y ambos chicos gritaron
el encantamiento en el mismo momento exacto. Los rayos de magia cruzaron la colina soleada y Albus y James
giraron
los dos en el aire, impulsados desde
los tobillos.
—
¿Qué está
pasando aquí? —gritó una
aguda
voz femenina, vacilando al borde
de la furia ultrajada. Todos
los ojos
se
volvieron culpablemente. Ginny Potter, la
madre de James y Albus, subía a zancadas
enérgicas la colina, aproximándose a la combativa reunión, con los
ojos llameantes. La pequeña Lily Potter iba a su estela, ocultando una
sonrisa deleitada
tras
las manos.
— ¡Os
he estado buscando a todos! —Exclamó Ginny—. ¡Y aquí os encuentro, en medio de la hierba haciéndoos un asco con las túnicas de vestir! ¡Ronald Weasley!
—gritó, divisando de repente a su hermano, que intentaba desaparecer. Cerró los puños con fuerza—. ¡Debería
haberlo sabido!
—¿Qué?
—Dijo Ron, alzando las manos—. ¡Estaban
aburridos! ¡Yo estaba
aburrido! ¡Les
estaba... vigilando, asegurándome de que no se metieran
en problemas! ¡Además,
George también
está aquí, por si no te
has dado cuenta!
Ginny
exhaló cansada y sacudió la
cabeza.
—Sois los dos tan traviesos como los niños. Todos vosotros, de vuelta al castillo en este mismo instante. Todo el mundo está esperando. Si no nos damos prisa llegaremos
tarde a la ceremonia.
A un
metro sobre la hierba, James colgaba bocabajo frente a su hermano. Albus sostuvo su mirada
y suspiró,
el cabello negro le
colgaba lacio de
la cabeza.
—Yo te suelto si tú me
sueltas a
mí —dijo su hermano—.
A la de tres. James asintió.
—Uno...
—Liberacorpus —dijo Ted, ondeando su varita. Ambos chicos cayeron del aire y rodaron hechos un lío sobre la colina—. De nada —sonrió Ted, guardándose la varita—.
Vamos. No querréis hacer esperar a
vuestra madre.
El
grupo trotó para alcanzar a Ginny mientras ésta volvía a zancadas hacia las
verjas del castillo, donde una pequeña multitud se había reunido, vestida como
ella con túnicas coloridas, sombreros,
chales y capas.
— ¿Qué aspecto tengo? —preguntó James a
Rose
mientras cruzaban el
césped.
Ella le examinó críticamente.
—Luces bien —respondió compasiva—. Tu revuelco por la tierra no es rival para
el encantamiento laveolus de tu
madre. No queda mucho más que
una
mancha de hierba.
James maldijo por lo bajo.
—De todos
modos, no sé por qué tenemos
que ponernos estas
estúpidas túnicas
de vestir.
Nadie sabe si una
boda
de
gigantes es un asunto
formal,
¿verdad? Hagrid dice que somos los primeros humanos en ver tal cosa en
la historia. Ni siquiera él sabe cómo se
supone que
debemos vestir.
—Mejor prevenir que lamentar —comentó Ralph, ajustándose el cuello alto
y tieso—. Especialmente con rubias lo bastante grandes como para aplastarte como
a un gusarajo.
James sacudió la cabeza.
—Grawp y Prechka son nuestros amigos. Eh, más o menos. No nos harían daño
a ninguno.
—No
son ellos los que me preocupan —dijo Ralph, abriendo los ojos de par en
par—. Hablo de toda su familia. ¡Y ese rey suyo! ¡Las relaciones con las tribus de gigantes son delicadas en el mejor de los
casos!
¡Me dijiste
que incluso arremetieron
contra Hagrid una
vez!
Rose
se encogió de
hombros.
—Eso fue hace mucho. Anímate, Ralph. Apuesto a que se considera de mal gusto matar a
los amigos de la novia
y el novio.
—Al
menos durante
la ceremonia —añadió Lucy razonablemente.
Mientras se acercaban a los
magos
y brujas
que
esperaban junto a las
verjas
del patio, James vio que su padre, Harry Potter, estaba de
pie
cerca de Merlinus Ambrosius, el actual director del Colegio Hogwarts
de Magia y Hechicería. Un observador casual
podría haber asumido que los dos
estaban simplemente
esperando, pasando el tiempo bromeando despreocupadamente, pero James
sabía que su padre era más listo que eso. El mayor de los Potter y el director habían
pasado un montón de rato discutiendo desde ayer por la noche, con voces bajas,
ojos
vagabundos, vigilantes.
Entre ellos había en el aire una sensación secreta de asuntos de
peso y temores cuidadosamente inexpresivos, incluso cuando sonreían. James sabía más
o menos
de qué se trataba
aunque no entendía mucho de ello.
Sólo sabía que
fuera
lo que
fuera, era la razón de que todo en su vida de repente y de forma desordenada
girara
sobre
su
cabeza, como el
más indiscriminado embrujo levicorpus del
mundo. Suspiró enfadado y levantó la vista hacia el castillo, empapándose de su visión. La luz del sol relucía en las ventanas y deslumbraba sobre la pizarra azul de las torretas más altas.
Lucy se
colocó a un paso de
él.
—Es
realmente una vergüenza, ¿sabes? —dijo ella, como
leyendo sus pensamientos.
—No
me lo recuerdes —masculló él con tono siniestro—.
Mañana
es el primer día de escuela. Ya nos perdimos la selección ayer. Probablemente algún otro haya reclamado
mi cama en la
torre de Gryffindor.
—Bueno —replicó Lucy cuidadosamente—. He oído que tu
cama todavía tiene
las palabras «Estúpido Potter
Llorón» grabadas a fuego en el cabecero, aunque
ya no brillan. Así que
tal vez eso no sea tan malo,
¿no?
James asintió con la cabeza, para nada
divertido.
—Para ti es fácil.
No sabes lo que te pierdes. Lucy se
encogió de hombros.
— ¿Eso lo
hace mejor?
—Olvídalo —dijo James, suspirando—. Volveremos
pronto. Probablemente
después de las vacaciones de
Navidad, como dice
papá.
Lucy no replicó esta vez. James la
miró. Ella era dos años más joven, pero en
ciertas cosas parecía mayor, mucho más madura, extrañamente enigmática. Sus ojos negros eran inescrutables.
—Lucy —llamó una voz, interrumpiendo a James justo cuando abría la boca
para
hablar. Miró de reojo y vio a
su
tío Percy, el padre
de Lucy, aproximándose, resplandeciente con su túnica de vestir azul
marino y su
birrete—. Ven
ya.
No podemos permitirnos llegar tarde. El guía nos está esperando. ¿Dónde estabas, por
cierto? No
importa, no importa.
Puso una mano alrededor del
hombro de
su
hija y la condujo lejos. Ella
se volvió
a mirar a James, con una expresión ligeramente sarcástica, como si dijera «Esta es mi vida, ¿no
te da
envidia?». Percy se reunió con su esposa, Audrey, que miró fijamente a Lucy, registrando su presencia por un
segundo, y luego volvió su atención a la mujer que estaba de pie junto a ella, que iba vestida con una túnica
roja y
un sombrero floral bastante
ridículo con una lechuza viva anidada en él.
Molly, la hermana pequeña de Lucy, estaba de pie
junto a
su
madre con
aspecto aburrido y vagamente engreído.
A James le gustaba
Molly y ambos padres de Lucy, aunque
les conocía bastante menos que a su tía Hermione y su tío Ron. Percy viajaba mucho, debido a su
trabajo en el ministerio, y con frecuencia se llevaba a su esposa y sus hijas con él
cuando lo hacía. James
siempre había pensado que semejante vida debía ser
excitante —viajar a lugares lejanos, conocer a brujas y magos exóticos, alojarse en
hoteles grandiosos
y embajadas—, pero nunca había pensado que le fuera a ocurrir a él. Lucy estaba acostumbrada, aunque
no parecía disfrutarlo particularmente;
después de todo, acompañaba a su familia en tales viajes desde que era bebé, desde que la habían traído a casa desde el orfanato en
Osaka, antes de que Molly
hubiera
nacido siquiera. Había tenido
tiempo para familiarizarse tanto con
la rutina de viajar que ya resultaba virtualmente tediosa. James conocía a su prima lo
bastante bien como para saber que
había estado ansiando la consistencia y
placentera predictibilidad de
su primer año
en Hogwarts.
Pensando en eso, se sintió un poco mal por decirle que el viaje venidero sería
más fácil para ella. Al menos él había tenido dos
años de Hogwarts
ya,
dos años de clases y estudios, vida de dormitorio y comidas
en el Gran Comedor, aunque todo ello
hubiera estado sazonado con ciertos eventos bastante espectaculares. Justo cuando Lucy esperaba lograr su primera probada de tales cosas, se lo arrebataban pulcramente de las manos. Considerando
la personalidad de la
niña, era fácil
olvidar que
si
acaso, ella estaba
probablemente
más molesta por este asunto que él.
—Bienvenidos otra
vez, James, Albus —dijo su padre, sonriendo y alborotando las
cabezas de los chicos.
James
se
agachó frunciendo el ceño, y se pasó la mano por el cabello,
peinándoselo.
—Muy bien entonces —trinó
una voz de
mujer, ocultando apenas
su
impaciencia. James miró hacia la parte delantera del pequeño grupo y vio a la profesora
Minerva McGonagall, recorriéndoles
con la mirada con
severidad—. Ahora
que estamos todos nominalmente presentes,
¿procedemos?
—Abra
camino,
profesora —dijo Merlín
con
su voz baja y retumbante, inclinando la cabeza y gesticulando hacia el bosque—. Odiaríamos
tener a nuestros gigantescos amigos esperando, especialmente
en una ocasión tan transcendental.
McGonagall asintió cortésmente, se
giró, y comenzó a cruzar el césped,
dirigiéndose hacia
los brazos del Bosque Prohibido de más allá. La tropa
la siguió.
Poco tiempo después, Ralph habló entre las sombras de los enormes
y nudosos árboles.
—Creo que
ya casi estamos —dijo, con voz
tensa y los
ojos muy abiertos.
James
levantó la mirada. El sendero curvaba alrededor de una pendiente
escarpada hacia una cresta rocosa, y de
pie
sobre esa cresta, enmarcada entre los
árboles, estaba una figura monstruosa e irregular. El gigante tendría fácilmente ocho metros
de alto, con
brazos que parecían una piara de cerdos embutidos en un
calcetín y piernas tan
gruesas y peludas que
parecían ocupar dos tercios del resto
del cuerpo. La cabeza parecía una pequeña patata peluda
posada sobre el cuello musculoso de la criatura. Iba
vestida con metros de arpillera, enormes sandalias de
cuero, y una capa
hecha de al menos una docena
de pieles de oso. Les estudió gravemente
mientras se aproximaban.
—Maldita sea —dijo Ralph con voz alta e
inestable—. Sabía que debía haber
enviado
un regalo.
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